El Apóstol nos enseña que la resurrección de nuestro Salvador es
la garantía de la resurrección de la humanidad. "Porque
así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados";
"porque
él es la propiciación por nuestros pecados [de la Iglesia], y no sólo por los
nuestros, sino también por los de todo el mundo”, todos los cuales,
tanto justos como injustos, saldrán de la tumba; y al aceptar a Cristo,
someterse y seguir su guía implícitamente, podrán ser completamente vivificados
y restaurados plenamente a la perfección
humana original perdida en Adán.
El Señor también enseñó esto, diciendo: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos
los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo del hombre, y saldrán.”. Y Pablo dijo: “Habrá
resurrección de los muertos, tanto de justos como de injustos”. Esta
doctrina de la resurrección es tan importante que el Apóstol declara que sin
ella la esperanza y la fe de la Iglesia son en vano: “Si los muertos no resucitan,
tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucito, vuestra fe es en vano;
todavía estáis en vuestros pecados. Si los muertos no resucitan, comamos y
bebamos, porque mañana moriremos.” - 1 Corintios. 15:16-18,32
Esta doctrina de la resurrección es, sin embargo,
poco oída o considerada hoy en día entre los cristianos profesos, al igual que
la promesa de la segunda venida del Señor, en cuya presencia se llevará a cabo
la obra de la resurrección. Está escrito que “para esto murió Cristo, y resucitó y revivió, para ser
Señor así de los muertos como de los vivos” (Romanos 14:9). Es su voz la que despertará a los muertos y su sabiduría y
gracia las que guiarán a todos los dispuestos y obedientes hacia la plena
resurrección o restitución de todo lo que se había perdido. Esta es la
consecuencia lógica de su gran sacrificio, que se cumplirá en su aparición y
reino.
La primera tarea de su presencia es la reunión silenciosa e inobservada,
como un ladrón en la noche, de sus elegidos: el despertar de aquellos que han
dormido en Jesús y el perfeccionamiento y cambio de aquellos que están vivos y
permanecen a su propia naturaleza y semejanza gloriosa. Cuando esto se haya
cumplido plenamente, como debe ser durante este período de cosecha, seguirá la
resurrección de los antiguos dignatarios. Entonces se establecerá y se
manifestará al mundo el Reino de Dios, tanto en su fase celestial como
terrenal, evento que tendrá lugar al final de este período de cosecha y tiempo
de angustia.
Entonces habrá llegado la mañana de la resurrección y el Sol de
justicia se habrá levantado con curación en sus alas. Sí, “el Señor ha resucitado”
y su resurrección es la garantía segura de la resurrección de todos aquellos
por quienes murió, primero la Iglesia y luego el mundo. 1 Corintios
15:12-23.
La forma en que se presenta el testimonio del hecho de la
resurrección en los evangelios merece especial atención de los cristianos como
prueba de tres cosas: (1) el hecho
de la resurrección, (2) el cambio de
naturaleza del Señor en la resurrección y (3)
su identidad personal a pesar del cambio de naturaleza.
El hecho de su resurrección fue atestiguado de tres maneras: (1) por un terremoto y la repentina
aparición de un ángel cuyo rostro era como un relámpago y su ropa blanca como
la nieve, que hizo rodar la piedra de la entrada del sepulcro y se sentó sobre
ella, y por miedo al cual los guardias temblaron y quedaron como muertos (Mateo 28:1-6). Fue atestiguado (2) por los hechos a los que el ángel
llamó la atención: la tumba vacía y las ropas de sepultura dobladas, junto con
la declaración de que había resucitado: “Y el ángel dijo a las mujeres: No temáis;
porque sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, porque ha
resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde yacía el Señor” (Mateo 28:5-6. Ver
también Lucas 24:12). Y (3) finalmente fue
atestiguado por el propio Señor resucitado, que se apareció a las mujeres y a
otros más tarde y habló con ellos (Mateo 28:9; Juan 20:1-18).
Qué grande fue la recompensa de estas devotas mujeres, las
últimas en la cruz y las primeras en el sepulcro, ansiosas por dar a los restos
sin vida de su amado Señor las últimas muestras de su estima y amor.
Permanecieron compasivamente junto a la cruz, contemplando sus agonías; fueron
las plañideras que lo acompañaron al sepulcro por la noche; y estuvieron allí
de nuevo antes del amanecer con sus preciosos ungüentos. En su afán por prestar
este amoroso servicio, olvidaron el gran obstáculo de la piedra en la entrada.
Pero el dulce aroma de su devoción se elevó al cielo y Dios envió a su ángel
para eliminar el obstáculo y su celo fue recompensado con las más ricas
muestras de su gracia. Fueron ellas quienes recibieron personalmente las
bendiciones celestiales del ángel y del Señor resucitado y quienes tuvieron el
honor de ser las primeras en llevar la buena nueva de la resurrección a los
demás discípulos.
El milagro de la
resurrección fue confirmado a los discípulos por la aparición repentina del
Señor en medio de ellos en distintos momentos, y por sus enseñanzas y
testimonios personales en esas ocasiones.
La transformación o cambio de la naturaleza del Señor en la resurrección fue evidenciada con igual claridad que
el hecho de su resurrección. Como prueba de ello, notemos que en ninguna de sus
apariciones después de la resurrección fue reconocido por sus rasgos
personales, a pesar de que todos los discípulos le conocían íntimamente y sólo
habían estado separados de él por la muerte durante tres días. María lo
confundió con el jardinero; los dos de Emaús caminaron y conversaron con él
durante varios kilómetros, lo hospedaron en su casa e incluso cenaron con él
sin reconocerlo. En todos los casos se les reveló no por su rostro sino por
alguna expresión o tono familiar o enseñanza que rápidamente reconocieron como
características personales de aquel a quien tanto amaban y reverenciaban.
Ahora podía entrar en una habitación con
las puertas cerradas y desvanecerse o desparecerse tan misteriosamente como lo
hizo en varias ocasiones. Esto concordaba perfectamente con su descripción de
los poderes de un cuerpo espiritual: que podía moverse como el viento, ir y
venir, sin ser visto (Juan
3:8), y con su
afirmación: “Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra”. También
concuerda con toda la información que tenemos sobre la aparición de ángeles
entre los hombres. Venían de manera repentina e inexplicable, desaparecían de
la vista tan misteriosamente como habían llegado y podían adoptar cualquier
apariencia o rasgo que quisieran. Estas cosas nunca las hizo el Señor antes de
su crucifixión.
Observemos las distintas apariciones del
Señor en diferentes ocasiones. En una ocasión se presentó como jardinero, en otra como
forastero, en otra con las marcas y huellas de los clavos en las manos y la
herida de la lanza en el costado, etc. En ninguna ocasión fue reconocido por
sus rasgos de ocasiones anteriores, sino siempre por sus palabras, su voz o su
conducta.
¿Por qué se adoptaron estos cambios de
apariencia? Con el
propósito de enfatizar el hecho de que los cuerpos que veían no eran su
glorioso cuerpo espiritual, que ningún ojo humano puede contemplar. Y “aún
no se ha manifestado” lo que es un cuerpo espiritual, “pero
sabemos que cuando él se manifieste, nosotros [la Iglesia] seremos semejantes a
él; porque le veremos tal como él es.” (1 Juan 3:2) Saulo de Tarso vislumbró una vez ese cuerpo glorioso, que
brillaba más que el sol al mediodía (Hechos
26:13), pero
quedó ciego hasta que recuperó la vista por milagro.
La remoción milagrosa del cuerpo
crucificado de la tumba, que no sufrió corrupción ni se le quebró hueso alguno (Salmos 34:20; 16:10), fue necesaria para establecer en la
mente de los discípulos el hecho de su resurrección. Si hubiera permanecido
allí, habría sido un obstáculo insuperable para su fe; ni los asombrados
guardias, ni los judíos, ni el mundo habrían podido creer que había resucitado,
porque no podían comprender nada de la naturaleza espiritual y del misterioso
cambio.
Presumir que el cuerpo glorioso de
Cristo es simplemente el cuerpo reanimado de su humillación es negar la
afirmación del Apóstol de que “aún no se ha manifestado” lo que es
un cuerpo espiritual (1
Juan 3:2).
Afirmar que ese “cuerpo
glorioso” está
desfigurado ignominiosamente por las heridas de lanza y púa y las crueles
espinas, y que la carne que dio por la vida del mundo -como nuestro precio de
rescate- la retiró, anulando así la obra acabada en el Calvario, está en
contradicción directa con la afirmación del Apóstol de que “aunque hemos conocido a Cristo
según la carne, ahora ya no lo conocemos [así]”.
Queridos aspirantes y llamados a
compartir su gloria, su naturaleza y su Reino, no perdamos de vista estas
benditas garantías de nuestra gloriosa herencia con Él, que ahora es partícipe
de la naturaleza divina y “la imagen misma de la persona del Padre”
(Hebreos 1:3), a quien nadie ha visto ni puede ver y
que habita en luz a la que nadie puede acercarse (1 Timoteo 6:15-16). ¡Alabado sea el Señor! “cuando
él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”,
no tal como era; porque si él es tal como era, entonces nosotros también seremos
tal como somos ahora. Si él todavía lleva las cicatrices ignominiosas del
Calvario, entonces nosotros también llevaremos las cicatrices que nos
desfiguran; y todo mártir mutilado quedará desfigurado para toda la eternidad.
¿Tiene el hombre mortal poder para dañar así a los santos de Dios? No, en
verdad: serán “como él es”, “sin mancha ni arruga ni cosa semejante”. R1816
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